LAS MIGRACIONES SON COMO EL AGUA

Las migraciones son como el agua. Agua como la del mar que tragó a Ifigenia. Agua como la del mar en el cual Agamenón hundió a Ifigenia.

El mito de Electra gira alrededor de la terrible venganza que ella urde con ayuda de su hermano Orestes en contra de su propia madre, Clitemnestra, sobrina de Helena de Troya. Clitemnestra mató a su esposo Agamenón, con ayuda de su amante Egisto. Y por eso sus hijos tienen que matar a Clitemnestra. En la versión que nos presenta La Plaza, esa terrible historia de venganza es aún más dolorosa. Clitemnestra había matado a Agamenón porque él había dejado morir a Ifigenia, su hija menor, en el mar. Clitemnestra no soportaba el dolor de verlo vivo.

Esta reinterpretación de Electra nos habla también de Venezuela. Agamenón, quien nos deja saber que “lo bueno de ser el padre ausente es que no desapareces. Estás todo el tiempo”, nos recuerda a Hugo Chávez. El omnipresente Chávez. El Chávez que aparece en forma de un pajarito en los hombros de Nicolás Maduro para guiar sus acciones. Me pregunto: ¿qué le susurró ese pajarito? ¿Instruyó las medidas que han llevado al colapso definitivo del orden público en Venezuela? ¿A esa crisis social, política, económica y por ende humanitaria sin precedentes fuera de un contexto de guerra?

Agamenón nos cuenta que no tiene idea de cómo es el Perú. Y nosotros no tenemos idea de cómo es Venezuela. Muchos de nosotros no recordamos o no sabemos cómo se sobrevive cuando no hay comida, medicamentos, agua o luz. Cómo es quedarse sola en la oscuridad. Incluso los migrantes venezolanos, después de un tiempo, ya no tienen idea de cómo es Venezuela. Qué significa una tasa de inflación de 10 millones por ciento. 10 millones por ciento. No nos conocemos.

Electra también nos habla de la migración. De lo que significa ser del lado de acá o del lado de allá, como Horacio, de Rayuela. De niño, Orestes fue expulsado al Perú por Electra, para salvarlo de Clitemnestra y Egisto. Clitemnestra a su vez, había llegado a Venezuela como migrante peruana. Nos cuenta que Perú la expulsó, que sobrevivió al Perú, y que ni loca vuelve.

Para los antiguos griegos no había peor condena que el ostracismo, que obligaba a las ‘personas non gratas’ a vivir fuera de la república, en la barbarie. El origen de la palabra es ὄστρακον (óstrakon), que significa cáscara de huevo, caparazón de tortuga, caparazón de barro, cualquier caparazón. Llegan vacíos los migrantes. “Migrar significa dejar todo lo que uno es”.

Para Cortázar, a la vez, significa lo opuesto: “El primer deber del exilado debería ser el de desnudarse frente a ese terrible espejo que es la soledad de un hotel en el extranjero y allí, sin las fáciles coartadas del localismo y de la falta de términos de comparación, tratar de verse como realmente es”. Los inmigrantes venezolanos que llegan a Lima no llegan a un hotel con espejo. Pero se conocieron en la ruta, caminado por semanas, cargando sus pocas pertenencias y a sus hijos pequeños. Son refugiados los migrantes venezolanos.

Las migraciones son como el agua. Como las lágrimas que derramaron los millones de venezolanos cuando besaron por última vez a sus madres, sus padres, sus hijas e hijos, sus hermanos y hermanas. Cuando se dieron por última vez la vuelta para ver a su Venezuela desaparecer detrás de sí. Son las lágrimas de los refugiados que llegan a Lima y ven comida en los estantes de un supermercado y piensan en los que en Venezuela no comen. Son las lágrimas cuando se sienten inadecuados por el choque cultural. “Adoptar la cultura me confunde. Yo soy bien maracucha, bien abierta y hay unos que son bien cerrados y aburridos. Y me han dicho «Rafaela, te tienes que calmar»”.

Son las lágrimas cuando sufren actos discriminatorios. “Cuando el hombre me ve que me monto en el autobús, enseguida dijo: aquí viene una Miss Venezuela. Y dijo: ustedes son una plaga, deberían irse de mi país. Así delante de todos. «O es que acaso te casaste con un peruano para tener los papeles legales en mi país. Cuidado con robar, porque te tenemos el ojo puesto». Cuando el hombre me dijo eso, la gente lo que hizo fue reírse”.

El agua son las lágrimas de los migrantes cuando se hunden en la añoranza por su maldita Venezuela, por sus madres, sus padres, sus hijas e hijos, sus hermanos y hermanas. Las lágrimas que derramen mientras esperan esa señal para poder volver a casa. Me pregunto: ¿Ifigenia se hundió en el mar de lágrimas de los migrantes?

Mientras los griegos expulsaban a los migrantes que consideraban peligrosos para la soberanía popular, hoy excluimos a los inmigrantes, a los refugiados, para proteger nuestra ‘seguridad nacional’. El gobierno peruano en estos días está implementando ‘políticas humanitarias de disuasión’, “políticas de control con rostro humano” como las llama el politólogo argentino Eduardo Domenech. Porque ‘ya fuimos inundados de venezolanos’. ‘Simplemente son demasiados’.

Las migraciones son como el agua. No se pueden detener. Políticas restrictivas solamente incrementan la irregularidad y riesgos relacionados a la salud pública y el crimen organizado. Pero ‘¡hay que controlar las migraciones!’ Permítanme preguntar, ¿de qué nos quieren proteger nuestros políticos? ¿De los médicos, ingenieros y maestros calificados que vienen con tantas ganas, no, con la necesidad de trabajar? ¿O de la belleza de las venezolanas que vienen a robar maridos peruanos? ¿O quizás de la incomodidad de tener que vernos en el espejo que el otro, el veneco, el venezolano nos pone enfrente? ¿Nos quieren proteger entonces de nosotros mismos?

¿Por qué no nos preguntamos por qué en un restaurante el mesero peruano no nos mira a los ojos, cuando nos atiende, por qué no se le ocurriría hacernos un chiste? ¿ Por qué no nos preguntamos por qué no reclamamos servicios públicos funcionales para todos, peruanos y extranjeros? ¿Por qué no nos damos la mano para conocernos? Porque cuando nos atrevemos a mirar más allá de lo que refleja el espejo –borroso, por las lágrimas de los migrantes– nos damos cuenta de que somos iguales. Todos estamos solos. Todos somos migrantes.
Las migraciones son como el agua, como la marea, que va y viene. Como las corrientes del río Táchira que cruzan los migrantes venezolanos por las trochas ilegales para escapar. Como el Río Grande. El Mediterráneo. Las migraciones son como el agua. Son la vida.
Electra nos habla de la venganza, del odio, pero también de la empatía y el amor. El odio a los más amados que nos quitaron lo que más amábamos. La empatía para los amados que ahora odiamos, porque sufrieron esa misma pérdida de un ser amado a manos de otro. Me han contado de padres que golpean a sus hijos por pertenecer a la oposición. De padres que golpean a sus hijos por querer emigrar de Venezuela. ‘¡Esos traidores!’ El poder del omnipresente padre ausente. Pero existe la esperanza de reconocernos y reconciliarnos. Nosotros los peruanos. Nosotros los venezolanos. De eso también nos habla Electra. Porque, así me han dicho: “Migrar es como morir para renacer en otro lugar”.

* Migrante. Politóloga de la Universidad del Pacífico. Investiga las políticas y leyes de migración y refugio en América Latina y el desplazamiento forzado de ciudadanos venezolanos.

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